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sábado, 7 de enero de 2017

Los cuatro acuerdos

La búsqueda  de la Verdad  se ha reflejado a lo largo de los tiempos a través de diversas culturas milenarias en el mundo. Un ejemplo proveniente de las Américas, es el de los toltecas. Hace miles de años, este pueblo era visto como de “mujeres y hombres de conocimiento”. Una parte esencial en la vida de los toltecas era la de preservar y profundizar en los conocimientos espirituales de sus antepasados. Fue en Teotihuacán, donde maestros toltecas, llamados naguales, enseñaban a sus estudiantes esta ancestral tarea.

A través del tiempo, debido a la conquista europea aunada con el creciente peligro de un uso desequilibrado de los mencionados conocimientos y para el beneficio personal de ciertos aprendices, los naguales se vieron forzados a proteger y esconder sus conocimientos ancestrales. Pero, a pesar de ello, la profundidad de su sabiduría fue cautelosamente pasada de generación en generación por distintos linajes de naguales.

El Dr. Miguel Ruiz, descendiente nagual por parte de su abuelo, es un ejemplo de esto. En la actualidad,  con su libro  “Los Cuatro Acuerdos”,  expresa y comparte la visión universal de la vida y la profundidad espiritual que el pueblo tolteca dejó como legado para el ser humano. “El conocimiento tolteca surge de la misma unidad esencial de la verdad de la que parten todas las tradiciones esotéricas sagradas del mundo. Aunque no es una religión, respeta a todos los maestros espirituales que han enseñado en la tierra, y si bien abarca el espíritu, resulta más preciso describirlo como una manera de vivir que se distingue por su fácil acceso a la felicidad y el amor” (Miguel Ruiz, Los Cuatro Acuerdos, Ediciones Urano, Barcelona, página 16).

Los cuatro acuerdos

1. Sé impecable con tus palabras 

Este acuerdo se refiere a que, con las palabras, podemos expresar  belleza y amor, pero si las utilizamos erróneamente, podemos crear todo lo contrario, lastimando a otros y a nosotros mismos. Por tanto, es indispensable que seamos cuidadosos y equilibrados en el uso del lenguaje, nuestra intención al pronunciar cualquier palabra, debe estar siempre guiada por el amor, el amor puro.

2. No te tomes nada personalmente 

Aquí Miguel Ruiz explica que tomarse las cosas personalmente puede ser una expresión de egoísmo, pues indica que tal vez sintamos que todo gira a nuestro alrededor.  También comenta que es importante que no nos afecte lo que los demás puedan opinar de nosotros, ya sea algo positivo o negativo, y para lograr esto es importante conocer interiormente quienes somos realmente. Así podremos mantener el equilibrio pase lo que pase a nuestro alrededor.

3. No hagas suposiciones

Aquí se explica que hacer suposiciones (sobre algo o alguien) puede traer conflictos ya que no se basa en la realidad. Lo que nos puede ayudar a dejar de hacer suposiciones es tratar de tener una comunicación clara con los demás. Si tenemos duda de algo, en vez de suponer, hay que preguntar y aclarar las cosas, teniendo muy en cuenta también el primer acuerdo, la impecabilidad de las palabras. Es decir, utilizando nuestras palabras con amor. Así se puede lograr una comunicación equilibrada.

4. Haz siempre lo máximo que puedas

Este acuerdo se refiere a intentar realizar los tres acuerdos anteriores, haciéndolo lo mejor que podamos, siendo lo más constantes que se pueda, pero sin sentirnos mal o culpables si es que no se realiza alguno de éstos en su totalidad. Cada día es una nueva oportunidad de crecer y de seguir intentándolo, lo importante es tener la conciencia de esto, hacer lo mejor que podamos y no darse por vencido.

Espejo Humeante Hace tres mil años había un ser humano, igual que tú y que yo, que vivía cerca de una ciudad rodeada de montañas. Este ser humano estudiaba para convertirse en un chamán, para aprender el conocimiento de sus ancestros, pero no estaba totalmente de acuerdo con todo lo que aprendía. En su corazón sentía que debía de haber algo más.

Un día, mientras dormía en una cueva, soñó que veía su propio cuerpo durmiendo. Salió de la cueva a una noche de luna llena. El cielo estaba despejado y vio una infinidad de estrellas. Entonces, algo sucedió en su interior que transformó su vida para siempre. Se miró las manos, sintió su cuerpo y oyó su propia voz que decía: “Estoy hecho de luz; estoy hecho de estrellas”. 

Miró al cielo de nuevo y se dio cuenta de que no son las estrellas las que crean la luz, sino que es la luz la que crea las estrellas. “Todo está hecho de luz-dijo-, y el espacio de en medio no está vacío.” Y supo que todo lo que existe es un ser viviente, y que la luz es la mensajera de la vida, porque está viva y contiene toda la información. 

Entonces se dio cuenta de que, aunque estaba hecho de estrellas, él no era esas estrellas. “Estoy en medio de las estrellas”, pensó. Así que llamó a las estrellas el tonal y a la luz que había entre las estrellas el nagual, y supo que lo que creaba la armonía y el espacio entre ambos es la Vida o Intento. Sin Vida, el tonal y el nagual no existirían. La Vida es la fuerza de lo absoluto, lo supremo, la Creadora de todas las cosas. 

Esto es lo que descubrió: Todo lo que existe es una manifestación del ser viviente al que llamamos Dios. Todas las cosas son Dios. Y llegó a la conclusión de que la percepción humana es solo luz que percibe luz. También se dio cuenta de que la materia es un espejo, todo es un espejo que refleja luz y crea imágenes de esa luz, y el mundo de la ilusión, el Sueño, es tan solo como un humo que nos impide ver lo que realmente somos. “Lo que realmente somos es puro amor, pura luz”, dijo. 

Este descubrimiento cambió su vida. Una vez supo lo que en verdad era, miró a su alrededor y vio a otros seres humanos y al resto de la naturaleza, y le asombró lo que vio. Se vio a sí mismo en todas las cosas: en cada ser humano, en cada animal, en cada árbol, en el agua, en la lluvia, en las nubes, en la tierra…Y vio que la Vida mezclaba el tonal y el nagual de distintas maneras para crear millones de manifestaciones de Vida.

En esos instantes lo comprendió todo. Se sentía entusiasmado y su corazón rebosaba paz. Estaba impaciente por revelar a su gente lo que había descubierto. Pero no había palabras para explicarlo. Intentó describirlo a los demás, pero no le entendían. Vieron que había cambiado, que algo muy bello irradiaba de sus ojos y de su voz. Comprobaron que ya no emitía juicios sobre nada ni nadie. Ya no se parecía a nadie. 

Él les comprendía muy bien a todos, pero a él nadie le comprendía. Creyeron que era una encarnación de Dios; al oírlo, él sonrió y dijo: “Es cierto. Soy Dios. Pero vosotros también lo sois. Todos somos iguales. Somos imágenes de luz. Somos Dios.” Pero la gente seguía sin entenderlo. 

Había descubierto que era un espejo para los demás, un espejo en el que podía verse a sí mismo. “Cada uno es un espejo”, dijo. Se veía en todos, pero nadie se veía a si mismo en él. Y comprendió que todos soñaban pero sin tener conciencia de ello, sin saber lo que realmente eran. No podían verse a ellos mismos en él porque había un muro de niebla o humo entre los espejos. Y ese muro de niebla estaba construido por la interpretación de las imágenes de luz: el Sueño de los seres humanos. 

Entonces supo que pronto olvidaría todo lo que había aprendido. Quería acordarse de todas las visiones que había tenido, así que decidió llamarse a sí mismo Espejo Humeante para recordar siempre que la materia es un espejo y que el humo que hay en medio es lo que nos impide saber qué somos. Y dijo: “Soy Espejo Humeante porque me veo en todos vosotros, pero no nos reconocemos mutuamente por el humo que hay entre nosotros. Ese humo es el Sueño, y el espejo eres tú, el soñador”.

(Miguel Ruiz, Los Cuatro Acuerdos, Ed. Urano, Barcelona, págs. 17-20)

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