En el
Prefacio de “El Gran Divorcio” (Un Sueño), Lewis comenta los constantes
intentos de casar el Cielo con el Infierno. Esta idea, según dice:
“Se basa en
la creencia de que la realidad nunca nos enfrenta a una alternativa
absolutamente inevitable del tipo ‘o esto o lo otro’; con habilidad y paciencia
y (sobre todo) con tiempo suficiente, siempre puede encontrarse algún modo de
abrazar ambas alternativas; el mero desarrollo de las situaciones, su ajuste o
su depuración, transformará -de algún modo- el mal en bien sin que se nos exija
al final un rechazo total de algo, a lo que no quisiéramos renunciar. Para mí
esta creencia es un terrible error”.
Lewis le da
a su relato la forma de un sueño en el que a un grupo de hombres y mujeres, que
están en el infierno, se les concede permiso para hacer un viaje hasta las
cercanías del cielo. Lewis se incluye en este grupo, y en el momento en que se
enfrentan cara a cara con la realidad del cielo se dan cuenta de lo
insustanciales que son. Frente a los árboles y la hierba dura como el diamante
del cielo, los condenados parecen “manchas hominiformes en la brillantez del
aire”. Algunos de los bienaventurados que han conocido en la Tierra salen a su
encuentro. Están allí para urgir a los espíritus condenados a que se queden, y
les prometen que a su debido tiempo “se harán más fuertes” y podrán soportarlo.
Lewis oye
sin querer una serie de conversaciones entre los condenados y los
bienaventurados, que no dejan duda de que los condenados eligen realmente el
infierno antes que el cielo; de que cada uno de ellos se ha fabricado su propia
prisión y ha echado el cerrojo de la puerta por dentro.
Su guía le dice:
“En última
instancia, sólo hay dos clases de personas las que le dicen a Dios: “hágase Tu
Voluntad”, y aquellas a quienes Dios dice en el último instante: “hágase tu
voluntad”. Todos los que están en el infierno lo han decidido así. Sin esta
auto elección no podría existir el infierno. Ningún alma que desee la felicidad
-seria y constantemente- la perderá”.
Otra escena
digna de mención es aquella en la que un “fantasma” -de los que ha llegado del
infierno- pregunta a su mentor sobre el Juicio final, el Cielo y el Infierno:
-“Pero no
lo entiendo. ¿El juicio no es final? ¿Hay, realmente una salida del Infierno
hacia el Cielo?
-Depende de cómo uséis las palabras. Si lo
dejan atrás, ese pueblo gris no habrá sido el infierno. Para todo el que lo
deja, el pueblo gris es el purgatorio. Y tal vez os valdría más no llamar cielo
a este país. Podéis llamarlo Valle de la Sombra de la Vida. Sin embargo, para
los que se queden aquí habrá sido el cielo desde el principio. Y a las calles
tristes de ese pueblo, podéis llamarlas Valle de la Sombra de la Muerte. Pero
para aquellos que se queden allí habrá sido el infierno desde el comienzo.
Supongo que
se daría cuenta de que yo parecía perplejo pues, al poco rato, comenzó a hablar
de nuevo.
-Hijo, en
vuestro estado actual no podéis entender la Eternidad. Cuando Anodos se asomó a
la puerta de lo intemporal volvió sin ninguna noticia. Pero vos podéis obtener
alguna imagen de lo infinito si decís que el bien y el mal, cuando se han
desarrollado hasta el extremo, se vuelven retrospectivos. No sólo este valle,
sino también todo su pasado terrenal, habrá sido cielo para los que se salvan.
No sólo el crepúsculo de este pueblo, sino también su vida entera sobre la
tierra, les parecerá a los condenados el infierno. Eso es lo que los mortales no
entienden. Ellos hablan de sufrimiento temporal; dicen que “ninguna
bienaventuranza futura les compensa de ese dolor”, ni siquiera saber que el
cielo, una vez que se ha alcanzado, obra hacia atrás convirtiendo en gloria
hasta la agonía. De algunos deseos pecaminosos dicen: “Déjame que disfrute de
esto y aceptaré las consecuencias”, sin imaginar siquiera hasta qué punto la
condenación se propagará más y más a su pasado y contaminará el placer del
pecado. Ambos procesos comienzan incluso antes de la muerte. El pasado del
hombre bueno comienza a cambiar, de manera que los pecados perdonados y los
pesares recordados se tiñen de la tonalidad del cielo. El pasado del hombre
malo se contamina también con su maldad y se llena de tristeza. Esa es la razón
por la que, al final de todo, cuando aquí salga el sol y el crepúsculo se
convierta en oscuridad allá abajo, el bienaventurado dirá: “Nunca hemos vivido
en otro sitio distinto del Cielo”, y el condenado dirá: “Hemos vivido siempre
en el Infierno”. Y los dos dirán la verdad.
-¿No es eso muy duro, señor?
-Quiero decir que ese es el verdadero sentido
de lo que dirán. En el lenguaje de los condenados, las palabras serán
diferentes, sin duda. Uno dirá que sirvió siempre, acertada o equivocadamente,
a su país. Otro que lo sacrificó todo por el arte. Unos que nunca fueron
comprendidos, otro que, gracias a Dios, se habían ocupado siempre de cuidar al
Número Uno. Y casi todos dirán que al menos han sido fieles a sí mismos.
-¿Y los salvados?
-¡Ah!, los
salvados…, lo que le ocurre al que se salva queda mejor descrito como lo
opuesto de un espejismo. Lo que le parecía -al entrar en él- un valle de
lágrimas, cuando mira hacia atrás, resulta que fue un manantial. Y donde la
experiencia del momento veía sólo desiertos salobres, la memoria
le recordará
que eran vergeles.
-¿Tienen razón, entonces, los que dicen que el
cielo y el infierno son sólo estados de la mente?
-¡Callad!
–dijo severamente-. No blasfeméis. El infierno es un estado de la mente; no
habéis dicho nunca una palabra más cierta. Y todo estado de la mente dejado a
sí mismo, toda clausura de la criatura dentro de su propia mente es, a la
larga, infierno. Pero el cielo no es un estado de la mente. El cielo es la
realidad misma. Todo lo que es completamente real es celestial. Todo lo que se
puede descomponer se descompondrá. Sólo permanecerá lo incorruptible.
(…) La
elección de las almas perdidas se puede expresar con estas palabras: “Mejor
reinar en el infierno que servir en el cielo”. Hay algo que insisten en
mantener incluso al precio del sufrimiento. Hay algo que prefieren a la
alegría, es decir, a la realidad. Vos podéis ver algo parecido en el niño
mimado, que prefiere no jugar, ni cenar a decir que se arrepiente, a
reconciliarse con sus amigos. Vos llamáis a eso mal genio”.
Vencer los prejuicios hacia la espiritualidad
En “Cartas
del diablo a su sobrino”. El viejo demonio, Screwtape , al escribir sobre la
humildad le dice a Wormwood: “Al sujeto debes ocultarle el verdadero fin de la
humildad. Hazle pensar en ella no como en el olvido de sí mismo, sino como en
una cierta forma de opinión (a saber, una opinión desfavorable) sobre sus
propios talentos y carácter… Por este método se ha logrado que miles de humanos
piensen que la humildad consiste en que las mujeres bonitas crean que son feas
y los hombres inteligentes crean que son tontos. Como es posible que en algunos
casos lo que intentan creer sea una solemne tontería, entonces admitirlo les
resulta inconcebible y nosotros conseguimos que sus mentes giren sin cesar sobre
sí mismos en un empeño vano”.
Quizá la
mayor ventaja al emplear este ángulo de visión sea la luz que se proyecta sobre
Dios. Hablando de nuevo sobre la humildad, Screwtape dice:
“El Enemigo
quiere conducir al hombre a un estado de ánimo en el que diseñe la mejor
catedral del mundo, sabiendo que es la mejor y regocijándose por el hecho, pero
sin que su alegría por haberla construido resulte mayor (o menor) o diferente
de la que habría sentido si el constructor hubiera sido otro hombre. El Enemigo
quiere al hombre tan libre de cualquier inclinación a su favor, que pueda
regocijarse de sus propios talentos con la misma sinceridad y gratitud con que
se regocija de los de su vecino; o por la alegría de ver un amanecer, un
elefante o una cascada”.
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